El secuestro de nuestra edición Nro. 2117 y la prohibición de su distribución, venta y circulación en todo el territorio nacional, bien vale un examen de con-ciencia a la luz de los considerandos que preceden a la resolución guberna-mental.
Por supuesto que no somos ni nos sentimos dueños de la verdad absolu-ta. Esto lo hemos repetido hasta el cansancio, a la par que sosteniendo la validez de nuestro pedacito de verdad. Una verdad tan valedera y respetable como que, simplemente con ella, enfrentamos a un régimen, y a todos sus asociados, o comprometidos, sin excepciones, en los estrados de la Justicia o en la calle, sin rendirnos, señalando con el dedo a los grandes de la vergüenza y a los pequeños por ignorarla, mientras las Fuerzas Arma-das sufrían la más incalificable de las humillaciones condenadas a preservar y rendir honores a la corrupción y a los corruptos. Una verdad valedera, a punto tal que acusó a la subversión en su misma matriz, desafiando al vandalismo a pecho descubierto, sin custodias, con palabras, actitudes y juicios claros, sin entrelíneas. Una verdad valedera tan fuerte como para que nadie nos manosease, cualquiera fuese su ubicación en el escalafón de los desbordados. Una verdad valede-ra, causa, razón, para que nunca nos sentáramos a la mesa de los pactos, acuerdos o arreglos que llevaron al país a ser dominado por una asocia-ción ilícita, a título de estarse haciendo la unión de los argentinos. Una verdad valedera que preanunció la llegada al poder de los militares, como necesidad nacional, pero que también preanunció sus peligros. Que advirtió contra la sensualidad. Que llamó a la cordura, a la sensibilidad, a la modestia de los nuevos poderosos. Que adelanto las trabas y las trampas que habrían de acecharlos para convertir un movi-miento, que debe ser de recuperación, en nada más que una intentona administrativa, sobre los mismos esquemas del desastre conocido, como si nada hubiese sucedido, como si nada hubiésemos aprendido. Una verdad valedera mantenida con apuros |
económicos pero con una rica voca-ción de patria grande y limpia, a todo riesgo. Una verdad valedera que, para aquí y afuera, dio nombre de “sucia” a la “guerra social”, explicando a propios y extraños el tamaño del enredo y la gravedad de la circunstancia en que habíamos caído. Una verdad valedera que, por sentida y practicada, nos hizo fuertes contra la prepotencia, la calumnia, la difamación o las presiones y “sugerencias” que suelen brotar de los que desconocen las posibilidades y las imposibilidades del ejercicio correcto del poder. Una verdad valede-ra que nos obligó a dar sin pedir nada, que nos hizo empuñar la pluma para criticar con dolor, aún a nuestros rivales y, con mayor pena, a los herederos del desastre comprometidos hoy con el presente y el futuro, pero dubitativos en romper los compromisos con el pasa-do.
No somos subversivos ni acusables de hacer una mala imagen al país. Nadie tiene derecho a decirnos tal cosa. Se nos podrá hacer cargos por repetir apasionada, enfática y hasta machaco-namente nuestra opinión. Pero no se podrá decir, siquiera, que nuestra opinión no es coherente. Porque es tan coherente como nuestro reclamo al gobierno de coherencia, para que todos sepamos en donde estamos, y hacia donde y con quien vamos.
Hemos reclamado a los grandes res-ponsables de nuestra conducción que depongan sus diferencias. ¿Es que alguien duda de que esas diferencias existan? ¿Tenemos o no derecho a preocuparnos? ¿Cabe el silencio o la conducta del “no te metás”?
Hemos reclamado claridad en el mane-jo de las políticas subsidiarias dentro de una política global congruente. Pero, ¿Cómo ha de haber componen-tes de algo que aún no está precisado, ni quizá sentido, y que se diluye entre las indefiniciones y los enfrentamien-tos? Cuando nos adelantamos en nuestras advertencias, ganándole al tiempo para que no se desperdiciase, le dijimos al gobierno que una “actitud económica” más una “actitud de justi-cia plena”, una “actitud
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socio-laboral” y una “actitud cultural”, porque ni la economía ni la antisubvensión consti-tuyen objetivos en sí mismos y necesitan de acompañamiento que, como términos éticos de una fórmula permanente de paz, tiendan a la elevación y dignificación del ser humano en plenitud. ¿Es esto hablar contra el país? ¿Es acaso ser destructivos con un gobierno al que le deseamos la mejor de las suertes? Y esto no por estar confabulándonos en la frívola búsqueda del amor castrense con vistas a un futuro en matrimonio, sino porque el país no puede permitirse que nuestras instituciones militares fracasen porque sería el triunfo de la subversión, de la frustración.
Queremos aplaudir, pero aún nos faltan motivos. Queremos que no haya más huelgas ni conflictos laborales de especie alguna, pero tenemos que, de no corregirse las causas, caigamos en la misma historia de antes. Queremos un gobierno prestigiado y prestigioso, ducho en el arte de gobernar y no sim-plemente capacitado en las desgracia-das cosas de reprimir o de imponer es-fuerzos. Y queremos, en fin, un pueblo feliz, liberado de lastres que no atina-mos a descargar por un “no querer ver las cosas como en realidad son” cayén-dose en la futilidad de pretender inven-tar la felicidad por decreto. Y seguimos creyendo que nuestra Argentina sigue siendo un país con problemas ficticios y soluciones reales.
Pero seamos justos y que no quede en el tintero el agradecimiento más franco y abierto a los hombres de armas que no solamente hubieron de arriesgar sus vidas y sus prestigios en la lucha por devolvernos a un clima de seguri-dad sino, y además, porque han brin-dado a la República la oportunidad, todavía no aprovechada, de reparar y restañar los espantosos e imperdona-bles daños y ofensas que se les han inferido, por la torpeza de algunos, por la comodidad de muchos, por la culpa de pocos, por la ausencia de los que debieron estar presentes y para desgracia de los más. |