El poderío económico de un país se fundamenta en el bienestar de cada uno de sus hijos; su grandeza moral en la calidad de las virtudes que aquellos sustentan. No puede haber país rico con ciudadanos pobres, ni país rector con elementos de una moral precaria. La riqueza se basa en el trabajo y el pensamiento directriz en las convic-ciones profundas. Promover el uno y afianzar las otras es tarea del gobierno.
No hay duda de que nadie puede dar lo que no tiene. Si el gobierno se compone de un aglutinamiento de cómodos, adicionados de apetitos materiales, el país verá resquebrajada su economía y destruida su moral. Los pueblos, como los niños, buscan ejemplo; un espejo en el cual mirar su propia borrosa fisonomía. Es por eso que ser padre o ser dirigente entraña una responsabi-lidad de todos los minutos si se quiere serlo de veras.
El padre que miente para derivar una cuestión o escabullir un problema, coloca en el alma de su hijo el primer jalón de la inseguridad y la descon-fianza. El gobernante que miente, por estar colocado en una cima, echa a rodar pendiente abajo ríos de incertidumbre. Cuanto más alto el escabel, mayor es el daño que provoca.
El mundo de hoy está continuamente abocado a problemas de inseguridad y de angustia. Tiene más de cementerio que de jardín. El hecho sencillo de ser persona |
honesta -un hombre de bien- como antes
se le llamaba, parece ser un problema insoluble para muchos. Para nuestros abuelos la moral era cosa sencilla. Con unos pocos principios enderezaban su vida: fe en el propio esfuerzo, amor por la tierra de sus mayores, consideración por los demás. Además, creían que lo mejor que puede pasarle a un ser humano es ser el hijo de sus propias obras. El trabajo comen-zaba con el día y terminaba al anoche-cer. En la velada familiar, el pequeño núcleo humano del padre de familia y los suyos, era como una lámpara encendida que se diversificaba a modo de un eco sobre la extendida superficie de la patria. Cuando un hijo decía: "Mi padre", era para repetir como ejemplo clarificador las enseñanzas recibidas de aquél. Existía el orgullo feliz del sen-timiento familiar compartido, que daba sello y fisonomía a la vida argentina.
Hay que volver a las viejas ideas que hicieron posible el crecimiento y la grandeza de nuestro país. Hay que creer de nuevo en el valor del trabajo, en el resultado del propio esfuerzo. La vida significa algo más que una pros-peridad fácil o una fortuna amasada con apresuramiento. El hijo del inmigrante debe superar la necesaria etapa de su asimilación al país siendo respetuoso de la ley. Tiene que comprender que no es la
posición económica ni la subida brusca lo que ha de darle jerarquía,
sino el trabajo |
honesto
y desinteresado y una comprensión cabal de nuestra modalidad.
Tenemos
que volver a nuestro enfoque tradicional para reconstruir la economía del
país, tan destruida por experimen-tos ajenos a nuestra idiosincrasia,
pero no podremos hacerlo si ello no marcha paralelo con el afianzamiento
de los principios que hicieron posible nuestra determinación y grandeza.
Hay que edificar con la verdad por dura que ella sea sin aceptar el barro
blando y prome-tedor de la mentira. Con la verdad y el sacrificio se
construyen los caracteres templados; con la mentira se quiebra la firmeza.
Los pueblos tienen que aprender a desconfiar de quienes les mienten
prometiéndoles paraísos al alcance de la mano. Esos paraísos, de ser
posi-bles, no se podrían lograr jamás en el corto tiempo de que un
gobernante dis-pone para permanecer en el gobierno, en un país democráticamente
organi-zado. El gobernante puede echar las bases de una vida mejor y sin
duda podrá hacerlo si cuenta con la colaboración de todos. Pero los
gobernados pueden estar seguros de que el soñado edén permanecerá por
siempre inalcanzable si el gobernante no exige austeridad, trabajo y
sacrificio. Sobre todo, si no se convierte en ejemplo viviente de los
mismos. |