Desde
hace décadas, los Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y otros
países subsidian sus productos primarios -trigo, maíz, algodón, citrus,
entre otros- destinando, anualmente, la suma de casi 400.000 millones de
dólares.
Como
es sabido, esa política comercial proteccionista ocasiona a nuestros
productores y al país injustas pérdidas anuales, que se ubican entre los
siete y los diez mil millones de dólares por año, según estudios
confiables.
Ciertamente,
ese perjuicio lo soportan también otros países productores, entre los
que se encuentran los cofundadores del Mercosur, Brasil, Uruguay y
Paraguay, así como los países asociados, Bolivia y Chile.
La
cuestión no es sólo económica, sino que resulta, por parte de los
países proteccionistas, una contradicción injustificable a su constante
prédica reclamando libertad de comercio, y que en décadas anteriores ha
sido aceptada casi disciplinadamente.
Por
esto es que la injusticia adquiere mayor entidad y su agravio no debe ser
tolerado.
También,
durante décadas, los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón
participaron de reuniones específicas con los países productores, en las
que formularon promesas y hasta compromisos para terminar con los
subsidios.
La
última de esas expectativas se gestó en la llamada reunión de Doha, en
noviembre de 2001, sobre las que, durante este año, se han dado sobradas
muestras de su fracaso, dada la persistente renuencia de aquellos países
a dar respuestas satisfactorias a nuestros justos reclamos. La mezquindad,
las especulaciones electorales y la avidez e influencia de los grandes
productores, que captan más del 80% de las sumas destinadas a subsidios,
hicieron que las esperanzas abiertas se transformaran en una nueva
frustración.
Tan
antiguos son los reclamos y los consecuentes perjuicios, que ya en la
reunión de la Organización Mundial de Comercio (OMC), celebrada en
Seattle en diciembre de 1999, el canciller Guido Di Tella afirmó que, en
los últimos veinte años (1979-1999), la región había perdido, por la
política de subsidios, más de ¡205.000 millones de dólares!
Cuando
se vuelcan anualmente 400.000 millones de dólares para sostener
producciones ficticias, frente a las de otros países que compiten
internacionalmente en calidad y costos, se está generando un sistema
económico que empobrece, injustamente, a esos países productores de
materias primas, como el nuestro. Que esa política sea o no deliberada no
modifica su arbitrariedad. La negativa a soluciones equitativas está en
el umbral de la humillación y la prepotencia para con países a los que,
en numerosas oportunidades, se les han solicitado solidaridades que han
sido respondidas, aun en cuestiones bélicas.
Algunos
ejemplos del abuso: los productores de algodón de los Estados Unidos
reciben subsidios anuales por cerca de 4000 millones de dólares, cantidad
que triplica toda la ayuda que ese país brinda a los países africanos,
que se empobrecen más, pues son productores de algodón. La realidad
revela la ignominia: una vaca europea tiene un subsidio de 2,5 dólares
diarios, cuando hay más de 1000 millones de personas que viven con menos
de dos dólares por día.
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Para
nuestro país, la cuestión es vital, ya que más del 50% de las
exportaciones proviene de la producción agrícola. Estudios calificados
señalan que la eliminación de los subsidios incrementaría la
rentabilidad agropecuaria de la región entre un 20 y un 26 por ciento.
Es
la oportunidad de imaginar y practicar otras medidas, que sin abandonar las
diplomáticas, seguidas hasta ahora, nos permitan vislumbrar soluciones más
inmediatas.
Es
tiempo de intentar la intervención judicial, mediante demandas ante los
organismos internacionales competentes, entre ellos, la Organización Mundial
de Comercio (OMC), de las que existen precedentes, no sólo para el cese de la
política proteccionista, sino que, además, se reclame retroactividad del
pronunciamiento, con la determinación del daño inferido.
Igualmente,
correspondería examinar la procedencia de plantear, ante otros organismos
-entre ellos, las Naciones Unidas- la aplicación de sanciones a los países
que subsidian, por la simple y grave razón que ellos acentúan la pobreza de
los pueblos productores, incorporando una nueva transgresión a los derechos
humanos y a la discriminación.
Sí
es fundamental que las acciones se practiquen en conjunto con los países
integrantes del Mercosur, ya que todos son víctimas de esta política
proteccionista. Esta decisión tendría, además de la fortaleza del planteo,
algunas consecuencias asociadas no menores: actuaría como efecto demostrativo
para los países del Grupo Cairns, afectados también por las subvenciones,
con lo que el reclamo incrementaría su presión; realizar acciones conjuntas
con objetivos comunes ayudaría a la Argentina y Uruguay a suturar heridas
abiertas en estos tiempos, y, finalmente, fronteras adentro, también el
gobierno nacional abriría un camino de entendimiento con los productores
agropecuarios y sus entidades representativas.
La
paciencia tiene un límite, los refranes populares ostentan una docencia
permanente en la que se puede abrevar. La Argentina ha demostrado durante
décadas de negociaciones que ha cultivado la tolerancia, pero ya no se puede
consentir más que decisiones urdidas por los países más opulentos, reunidos
en el denominado G-7, nos impongan la pobreza como destino para nuestros
pueblos. Decisiones cargadas de conductas imperiales.
Frente
a la desmesura del poder y de los poderosos, la única estrategia inconducente
es la resignación.
Con
cordura, con sensatez y con vigor, corresponde arbitrar los instrumentos
jurídicos que ofrece la estructura institucional internacional.
Abrazar
la seductora aventura de instalar la equidad en las relaciones internacionales
para los que menos pueden constituye el sello de distinción y de respeto de
los países que, sin compromisos ni complejos con los intereses o ideologías
del pasado, acreditan su independencia y su sana rebeldía contra la
injusticia.
Sófocles
nos autoriza: "En una causa verdaderamente justa, el débil vence al
fuerte".
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